miércoles, 18 de marzo de 2015

En el bosque. Cuento de Guy de Maupassant


EN EL BOSQUE
Guy de Maupassant
(Francia, 1850 – 1893)

El alcalde iba a sentarse a la mesa para almorzar cuando le avisaron que el guarda rural lo esperaba en el Ayuntamiento con dos detenidos.
Se dirigió allá de inmediato, y divisó en efecto a su guarda rural, el tío Hochedur, de pie y vigilando con aire severo a una pareja de maduros burgueses.
El hombre, un tipo gordo, de nariz roja y pelo blanco, parecía abrumado; mientras que la mujer, una abuelita endomingada, muy rechoncha, muy gorda, de mejillas brillantes, miraba con ojos de desafío al agente de la autoridad que los había cautivado.
El alcalde preguntó:
-Qué pasa, tío Hochedur?
El guarda rural hizo su declaración.
Había salido por la mañana, a la hora de costumbre, para realizar su ronda por los bosques de Champioux hasta el límite de Argenteuil. No había observado nada insólito en la campiña, salvo que hacía buen tiempo y que los trigos iban bien, cuando el hijo de los Bredel, que binaba su viña, le había gritado:
-¡Eh, tío Hochedur!, vaya a ver en la linde del bosque, en el primer bosquecillo, encontrará un par de pichones que muy bien pueden tener ciento treinta años entre los dos.
Había salido en la dirección indicada; había entrado en la espesura y había oído palabras y suspiros que le hicieron suponer un flagrante delito de malas costumbres. Así, pues, avanzando a gatas como para sorprender a un furtivo, había apresado a la presente pareja en el momento en que se abandonaba a sus instintos.
El alcalde examinó estupefacto a los culpables. El hombre contaba unos sesenta años y la mujer por lo menos cincuenta y cinco. Se puso a interrogarlos, empezando por el varón, que respondía con una voz tan débil que apenas se le oía.
-¿Su nombre?
-Nicolás Beaurain.
-¿Profesión?
-Mercero, calle de los Mártires, en París.
-¿Qué hacía usted en ese bosque?
El mercero permaneció mudo, los ojos bajos sobre su grueso vientre, las manos pegadas a los muslos. El alcalde prosiguió:
-¿Niega usted lo que afirma el agente de la autoridad municipal?
-No, señor.
-Entonces, ¿confiesa?
-Sí, señor.
-¿Qué tiene que alegar en su defensa?
-Nada, señor.
-¿Dónde encontró usted a su cómplice?
-Es mi mujer, señor.
-¿Su mujer?
-Sí, señor.
-Entonces..., entonces..., ¿no viven ustedes juntos... en París?
-Perdón, señor, ¡vivimos juntos!
-Pero... entonces... está usted loco, loco de remate, mi querido señor, al venir a que lo pesquen así, en pleno campo, a las diez de la mañana.
El mercero parecía a punto de llorar de vergüenza.
Murmuró:
-¡Es ella la que quiso! Yo le decía que era una estupidez. Pero cuando a una mujer se le mete algo en la cabeza..., ya sabe usted..., no hay manera...
El alcalde, a quien le gustaban las bromas picantes, sonrió y replicó:
-En su caso, parece que ocurrió lo contrario. No estarían ustedes aquí si solo se le hubiera metido algo en la cabeza.
Entonces el señor Beaurain, encolerizado, se volvió hacia su mujer:
-¿Ves adónde hemos llegado con tu poesía? ¿Eh? ¡Estamos frescos! Nos llevarán a los tribunales, ahora, a nuestra edad, ¡por atentado contra las buenas costumbres! ¡Y tendremos que cerrar la tienda, perder la clientela y cambiar de barrio! ¡Estamos frescos!
La señora Beaurain se levantó y, sin mirar a su marido, se explicó sin cortedad, sin vanos pudores, casi sin vacilar.
-¡Dios mío!, señor alcalde, ya sé que somos ridículos. ¿Me permite usted defender mi causa como un abogado o, mejor dicho, como una pobre mujer? Espero que accederá a dejarnos volver a casa, y a evitarnos la vergüenza de un proceso. En tiempos, cuando yo era joven, conocí al señor Beaurain en este pueblo, un domingo. Él estaba empleado en una mercería; yo era dependienta de un almacén de confección. Lo recuerdo como si fuera ayer. Yo venía a pasar aquí los domingos, de vez en cuando, con una amiga, Rose Levéque, con quien vivía en la calle Pigalle. Rose tenía un amiguito, yo no. Eso era lo que nos traía por aquí. Un sábado, él me anunció, riendo, que vendría con un camarada al día siguiente. Comprendí perfectamente lo que quería; pero respondí que era inútil. Yo era muy formal, caballero. Conque al día siguiente nos encontramos con el señor Beaurain en el ferrocarril. Tenía buen tipo en aquella época. Pero yo estaba decidida a no ceder, y no cedí.
"Llegamos a Bezons. Hacía un tiempo magnífico, de esos días que hacen cosquillas en el corazón. Yo, cuando hace bueno, lo mismo ahora que entonces, entontezco, y cuando estoy en el campo pierdo la cabeza. El verdor, los pájaros que cantan, los trigos que se agitan con el viento, las golondrinas que vuelan tan rápido, el olor de la hierba, las amapolas, las margaritas, ¡todo eso me vuelve loca! ¡Es como el champán cuando una no está acostumbrada!
"Así, pues, hacía un tiempo magnífico, y suave, y claro, que se metía en el cuerpo por los ojos al mirar y por la boca al respirar. ¡Rose y Simon se besaban a cada momento! Me daba no sé qué verlos. El señor Beaurain y yo caminábamos tras ellos, sin hablar. Cuando uno no se conoce, no se le ocurre nada que decir. Tenía una pinta tímida, el chico, y me gustaba verlo cohibido. Llegamos al bosquecillo. Estaba fresco como un baño, y todo el mundo se sentó en la hierba. Rose y su amigo me gastaban bromas sobre mi aspecto serio; ya comprenderá usted que yo no podía ser de otra manera. Y después volvieron a besarse sin importarles que estuviéramos allí; y después se hablaron en voz baja; y después se levantaron y se metieron entre el follaje sin decir nada. Imagínese el papel tan bobo que yo hacía, frente a aquel mozo a quien veía por primera vez. Me sentí tan confusa al verlos marcharse así que me infundieron valor; y me puse a hablar. Le pregunté qué hacía; era dependiente de una mercería, como le he dicho hace un rato. Charlamos, pues, unos instantes; eso lo envalentonó, y quiso tomarse unas libertades, pero lo puse en su lugar, estuve inflexible. ¿No es cierto, señor Beaurain?"
El señor Beaurain, que se miraba los pies confuso, no respondió. Ella prosiguió:
-Entonces el chico comprendió que yo era formal, y empezó a cortejarme amablemente, como un hombre de bien. A partir de ese día regresó todos los domingos. ¡Estaba muy enamorado de mí, caballero! ¡Y yo también lo quería mucho, pero mucho! Era un guapo mozo, en tiempos.
"En resumen, se casó conmigo en septiembre y pusimos un comercio en la calle de los Mártires... Fue muy duro durante años, caballero. Los negocios no marchaban; y no podíamos permitirnos partidas de campo. Y, además, habíamos perdido la costumbre. Uno tiene otras cosas en la cabeza; en el comercio, uno piensa más en la caja que en los requiebros. Envejecíamos, poco a poco, sin darnos cuenta, como gente tranquila que no piensa ya en el amor. No se añora nada mientras uno no percibe que eso le falta.
"Y después, caballero, los negocios fueron mejorando, ¡y ya no tuvimos que preocuparnos por el futuro! Entonces, fíjese, no sé muy bien lo que ocurrió en mí interior, no, de veras, ¡no lo sé! El caso es que volví a soñar como una colegiala. La visión de los carritos de flores que pasan por la calle me daba ganas de llorar. El olor de las violetas venía a mi encuentro en mi sillón, detrás de la caja, ¡y hacía latir mi corazón! Entonces me levantaba y me acercaba al umbral de la puerta para mirar el azul del cielo entre los tejados. Cuando se mira el cielo en una calle, parece un río, un largo río que desciende sobre París retorciéndose; y las golondrinas pasan por él como peces. ¡Son de lo más idiotas, esas cosas, a mi edad! ¿Qué quiere usted, señor? Cuando una ha trabajado toda su vida, y llega un momento en que se da cuenta de que habría podido hacer otra cosa, entonces la echa de menos, ¡oh, sí! , la echa de menos. Imagínese que, durante veinte años, yo habría podido ir a coger besos en los bosques, como las otras, como las otras mujeres. ¡Pensaba en lo hermoso que es estar acostada bajo el follaje amando a alguien! ¡Y soñaba con eso todos los días, todas las noches! Soñaba con claros de luna sobre el agua hasta que me entraban ganas de ahogarme.
"No me atrevía a hablarle de eso al señor Beaurain al principio. Sabía perfectamente que se burlaría de mí y me mandaría a vender mis hilos y mis agujas. Y además, a decir verdad, el señor Beaurain ya no me decía gran cosa; pero al mirarme al espejo comprendía también que tampoco yo decía nada a nadie. Conque me decidí, y le propuse una partida de campo en el pueblo donde nos habíamos conocido. Aceptó sin desconfianza, y llegamos aquí, esta mañana, a las nueve. Me sentí muy trastornada cuando entré en los trigales. ¡El corazón de las mujeres no envejece! Y, de veras, ya no veía a mi marido como es, ¡sino como era entonces! Se lo juro, caballero. De verdad de las buenas, estaba embriagada. Empecé a besarlo; él se quedó más extrañado que si lo hubiera querido asesinar. Me repetía: 'Pero estás loca. Pero estás loca esta mañana. ¿Qué es lo que te ha dado?...' Yo no lo escuchaba, sólo escuchaba a mi corazón. Y le hice entrar en el bosque... ¡Y ahí tiene!..., he dicho la verdad, señor alcalde, toda la verdad."
El alcalde era un hombre de ingenio. Se levantó, sonrió y dijo:
-Váyase en paz, señora, y no peque más... bajo el follaje.

FIN









sábado, 7 de marzo de 2015

El barranco. Cuento de José María Arguedas.


EL BARRANCO

Cuento completo de
José María Arguedas (Andahuaylas, Perú, 1911 - Lima, Perú, 1969)




En el barranco de K'ello-k'ello se encontraron, la tropa de caballos de don Garayar y los becerros de la señora Grimalda. Nicacha y Pablucha gritaron desde la entrada del barranco:
-¡Sujetaychis! ¡Sujetaychis! (¡Sujetad!)

Pero la piara atropelló. En el camino que cruza el barranco, se revolvieron los becerros, llorando.

-¡Sujetaychis!

Los mak'tillos Nicacha y Pablucha subieron, camino arriba, arañando la tierra.

Las mulas se animaron en el camino, sacudiendo sus cabezas; resoplando las narices, entraron a carrera en la quebrada, las madrineras atropellaron por delante. Atorándose con el polvo, los becerritos se arrimaron al cerro, algunos pudieron volverse y corrieron entre la piara. La mula nazqueña de don Garayar levantó sus dos patas y clavó sus cascos en la frente del "Pringo". El "Pringo" cayó al barranco, rebotó varias veces entre los peñascos y llegó hasta el fondo del abismo. Boqueando sangre murió a la orilla del riachuelo.

La piara siguió, quebrada adentro, levantando polvo.

-¡Antes, uno nomás ha muerto! ¡Hubiera gritado, pues, más fuerte! -Hablando, el mulero de don Garayar se agachó en el canto del camino para mirar el barranco.

-¡Ay señorcito! ¡La señora nos latigueará; seguro nos colgará en el trojal!

-¡Pringuchallaya! ¡Pringucha!

Mirando el barranco, los mak'tillos llamaron a gritos al becerrito muerto.



La Ene, madre del "Pringo", era la vaca más lechera de la señora Grimalda. Un balde lleno le ordeñaban todos los días. La llamaba Ene, porque sobre el lomo negro tenía dibujada una letra N, en piel blanca. La Ene era alta y robusta, ya había dado a la patrona varios novillos grandes y varias lecheras. La patrona la miraba todos los días, contenta:

-¡Es mi vaca! ¡Mi mamacha! (¡Mi madrecital).

Le hacían cariño, palmeándole en el cuello.

Esta vez, su cría era el "Pringo". La vaquera lo bautizó con ese nombre desde el primer día. "El Pringo", porque era blanco entero. El Mayordomo quería llamarlo "Misti", porque era el más fino y el más grande de todas las crías de su edad.

-Parece extranjero -decía.

Pero todos los concertados de la señora, los becerreros y la gente del pueblo lo llamaron "Pringo". Es un nombre más cariñoso, más de indios, por eso quedó.

Los becerreros entraron llorando a la casa de la señora. Doña Grimalda salió al corredor para saber. Entonces los becerreros subieron las gradas, atropellándose; se arrodillaron en el suelo del corredor; y sin decir nada todavía, besaron el traje de la patrona; se taparon la cara con la falda de su dueña, y gimieron, atorándose con su saliva y con sus lágrimas.

-¡Mamitay!

-¡No pues! ¡Mamitay!

Doña Grimalda gritó, empujando con los pies a los muchachos.

-¡Caray! ¿Qué pasa?

-"Pringo" pues, mamitay. En K'ello-k'ello, empujando mulas de don Garayar

-¡"Pringo" pues! ¡Muriendo ya, mamitay!

Ganándose, ganándose, los becerreros abrazaron los pies de doña Grimalda, uno más que otro; querían besar los pies de la patrona.

-¡Ay Dios mío! ¡Mi becerritol ¡Santusa, Federico, Antonio...!

Bajó las gradas y llamó a sus concertados desde el patio.

-¡Corran a K'ello-k'ello! ¡Se ha desbarrancado el "Pringo"! ¿Qué hacen esos, amontonados allí? ¡Vayan, por delante!

 Los becerreros saltaron las gradas y pasaron al zaguán, arrastrando sus ponchos. Toda la gente de la señora salió tras de ellos.

Trajeron cargado al "Pringo". Lo tendieron sobre un poncho, en el corredor. Doña Grimalda, lloró, largo rato, de cuclillas junto al becerrito muerto. Pero la vaquera y los mak'tillos, lloraron todo el día, hasta que entró el sol.

-¡Mi papacito! ¡Pringuchallaya!

-¡Ay niñito, súmak'wawacha! (¡Criatura hermosa!).

-¡Súmak' wawacha!

Mientras el Mayordomo le abría el cuerpo con su cuchillo grande; mientras le sacaba el cuerito; mientras hundía sus puños en la carne, para separar el cuero, la vaquera y los mak'tillos, seguían llamando:

-¡Niñucha! ¡Por qué pues!

-¡Por qué pues, súmak'wawacha!

Al día siguiente, temprano, la Ene bajaría el cerro bramando en el camino. Guiando a las lecheras vendría como siempre. Llamaría primero desde el zaguán. A esa hora, ya goteaba leche de sus pezones hinchados.

Pero el Mayordomo le dio un consejo a la señora.

-Así he hecho yo también, mamita, en mi chacra de las punas -le dijo.

Y la señora aceptó.

Rayando la aurora, don Fermín clavó dos estacas en el patio de ordeñar, y sobre las estacas un palo de lambras. Después trajo al patio el cuero del "Pringo", lo tendió sobre el palo, estirándolo y ajustando las puntas con clavos, sobre la tierra.

A la salida del sol, las vacas lecheras estaban ya en el callejón llamando a sus crías. La Ene se paraba frente al zaguán; y desde allí bramaba sin descanso, hasta que le abrían la puerta. Gritando todavía pasaba el patio y entraba al corral de ordeñar.

Esa mañana, la Ene llegó apurada; rozando su hocico en el zaguán, llamó a su "Pringo". El mismo don Fermín le abrió la puerta. La vaca pasó corriendo el patio. La señora se había levantado ya, y estaba sentada en las gradas del corredor.

La Ene entró al corral. Estirando el cuello, bramando despacito, se acercó donde su "Pringo"; empezó a lamerle, como todas las mañanas. Grande le lamía, su lengua áspera señalaba el cuero del becerrito. La vaquera le maniató bien; ordeñándole un poquito humedeció los pezones, para empezar. La leche hacía ruido sobre el balde.

-¡Mamaya! ¡Y'astá mamaya! -llamando a gritos pas- del corral al patio, el Pablucha.

La señora entró al corral, y vio a su vaca. Estaba lamiendo el cuerito del "Pringo", mirándolo tranquila, con sus ojos dulces.

Así fue, todas las mañanas; hasta que la vaquera y el Mayordomo, se cansaron de clavar y desclavar el cuero del "Pringo". Cuando la leche de la Ene empezó a secarse, tiraban nomás el cuerito sobre un montón de piedras que había en el corral, al pie del muro. La vaca corría hasta el extremo del corral, buscando a su hijo; se paraba junto al cerco, mirando el cuero del becerrito. Todas las mañanas lavaba con su lengua el cuero del "Pringo". Y la vaquera la ordeñaba, hasta la última gota.

Como todas las vacas, la Ene también, acabado el ordeño, empezaba a rumiar, después se echaba en el suelo, junto al cuerito seco del "Pringo", y seguía, con los ojos medio cerrados. Mientras, el sol alto despejaba las nubes, alumbraba fuerte y caldeaba la gran quebrada.

FIN

Su amor no era sencillo. Minicuento de Mario Benedetti.

SU AMOR NO ERA SENCILLO

(Mario Benedetti: Uruguay, 1920 - 2009)
Minicuento






            Los detuvieron por atentado al pudor.  Y nadie les creyó cuando el hombre y la mujer trataron de explicarse. En realidad, su amor no era sencillo.  Él padecía claustrofobia, y ella, agorafobia.  Era sólo por eso que se amaban en los umbrales. 

Fin


La pista de los dientes de oro. Cuento de Roberto Arlt

LA PISTA DE LOS DIENTES DE ORO

Roberto Arlt.   (B. As. 1900 – B. As 1942)




Lauro Spronzini se detiene frente al espejo. Con los dedos de la mano izquierda mantiene levantado el labio superior, dejando al descubierto dos dientes de oro. Entonces ejecuta la acción extraña; introduce en la boca los dedos pulgar e índice de la mano derecha, aprieta la superficie de los dientes metálicos y retira una película de oro. Y su dentadura aparece nuevamente natural. Entre sus dedos ha quedado la auténtica envoltura de los falsos dientes de oro.
Lauro se deja caer en un sillón situado al costado de su cama y prensa maquinalmente entre los dedos la película de oro, que utilizó para hacer que sus dientes aparecieran como de ese metal.

Esto ocurre a las once de la noche.

A las once y cuarto, en otro paraje, el Hotel Planeta, Ernesto, el botones, golpea con los nudillos de los dedos en el cuarto número 1, ocupado por Doménico Salvato. Ernesto lleva un telegrama para el señor Doménico. Ernesto ha visto entrar al señor Doménico en compañía de un hombre con los dientes de oro. Ernesto abre la puerta y cae desmayado.

A las once y media, un grupo de funcionarios y de curiosos se codean en el pasillo del hotel, donde estallan los fogonazos de magnesio de los repórters policiales. Frente a la puerta del cuarto número 1 está de guardia el agente número 1539. El agente número 1539, con las manos apoyadas en el cinturón de su corregie, abre la puerta respetuosamente cada vez que llega un alto funcionario. En esta circunstancia todos los curiosos estiran el cuello; por la rendija de la puerta se ve una silla suspendida en los aires, y más abajo de los tramos de la silla cuelgan los pies de un hombre.

En el interior del cuarto un fotógrafo policial registra con su máquina esta escena: un hombre sentado en una silla, amarrado a ella por ligaduras blancas, cuelga de los aires sostenido por el cuello de una sábana arrollada. El ahorcado tiene una mordaza en torno de la boca. La cama del muerto está deshecha. El asesino ha recogido de allí las sábanas con que ha sujetado a la víctima.

Hugo Ankerman, camarero de interior; Hermán González, portero, y Ernesto Loggi, botones, coinciden en sus declaraciones. Doménico Salvato ha llegado dos veces al hotel en compañía de un hombre con los dientes de oro y anteojos amarillos.

A las doce y media de la noche los redactores de guardia en los periódicos escriben titulares así:


El enigma del bárbaro crimen del diente de oro


Son las diez de la mañana.

El asesino Lauro Spronzini, sentado en un sillón de mimbre de un café del boulevard, lee los periódicos frente a su vaso de cerveza. Pero ni Hugo ni Hermán ni Ernesto, podrían reconocer en este pálido rostro pensativo, sin lentes, ni dientes de oro, al verdugo que ha ejecutado a Doménico Salvato. En el fondo de la atmósfera luminosa que se filtra bajo el toldo de rayas amarillas, Lauro Spronzini tiene la apariencia de un empleado de comercio en vacaciones.

Lauro Spronzini deja de leer los periódicos y sonríe, abstraído, mirando al vacío. Una muchacha que pasa detiene los ojos en él. Nuestro asesino ha sonreído con dulzura. Y es que piensa en los trances dificultosos por los que pasarán numerosos ciudadanos en cuya boca hay engastados dos dientes de oro.



No se equivoca.

A esa misma hora, hombres de diferente condición social, pululaban por las intrincadas galerías del Departamento de Policía, en busca de la oficina donde testimoniar su inocencia. Lo hacen por su propia tranquilidad.

Un barbudo de nariz de trompeta y calva brillante, sentado frente a una mesa desteñida, cubierta de papelotes y melladuras de cortaplumas, recibe las declaraciones de estos timoratos, cuyas primeras palabras son:

-Yo he venido a declarar que a pesar de tener dos dientes de oro, no tengo nada que ver con el crimen.

El calvo recibe las declaraciones con indiferencia. Sabe que ninguno de los que se presentan son los posibles autores del retorcido delito. Siguiendo la rutina de las indagaciones elementales, pregunta y anota:

-Entre nueve y once de la noche, ¿dónde se encontraba usted? ¿Quiénes son las personas que le han visto en tal lugar?

Algunos se avergüenzan de tener que declarar que a esas horas hacían acto de presencia en lugares poco recomendables para personas de aspecto tan distinguido como el que ellas presentaban.

En las declaraciones se descubrían singularidades. Un ciudadano confirmó haber frecuentado a esas horas un garito cuya existencia había escapado al control de la policía. Demetrio Rubati de "profesión" ladrón, con dos dientes de oro en el maxilar izquierdo, después de arduas cavilaciones, se presenta a declarar que aquella noche ha cometido un robo en un establecimiento de telas. Efectivamente tal robo fue registrado. Rubati inteligentemente comprende que es preferible ser apresado como ladrón a caer bajo la acción de la ley por sospechoso de un crimen que no ha cometido. Queda detenido.

También se presenta una señora inmensamente gorda, con dos dientes de oro, para declarar que ella no es autora del crimen. El barbudo interrogador se queda mirándola, sorprendido. Nunca imaginó que la estupidez humana pudiera alcanzar proporciones inusitadas.

Los ciudadanos que tienen dientes de oro se sienten molestos en los lugares públicos. Durante las primeras horas que siguen al día del crimen, todo aquél que en un café, en una oficina, en el tranvía o en la calle, muestre al conversar, dientes de oro, es observado con atenta curiosidad por todas las personas que le rodean. Los hombres que tienen dientes de oro se sienten sospechosos del crimen; les intranquiliza la soterrada {...}* de los que los tratan. Son raros en esos días aquellos que por tener dos dientes de oro engarzados en la boca, no se sientan culpables de algo.

En tanto la policía trabaja. Se piden a todos los dentistas de la capital las direcciones de las personas que han asistido de enfermedades de la dentadura que exigían la completa ubicación de dos o más dientes en el orificio superior izquierdo. Los diarios solicitan, también, la presentación a la policía de aquellas personas que pudieran aclarar algo respecto a este crimen de características tan singulares.

Las hipótesis del crimen pueden reducirse en pocas palabras y son semejantes en todos los periódicos.

Doménico Salvato ha entrado en su cuarto en compañía del asesino. Ha conversado con éste, no ha reñido, al menos en tono suficientemente alto como que para no se lo pudiera escuchar. Después el desconocido ha descargado un puñetazo en la mandíbula de Salvato, y éste ha caído desmayado, circunstancia que el asesino aprovechó para sujetarlo a la silla con las cuerdas hechas desgarrando las sábanas. Luego amordaza a su víctima. Cuando recobra el sentido, se ve obligada a escuchar a su agresor, quien después de reprocharle no se sabe qué, ha procedido a ahorcarlo. El móvil, no queda ninguna duda, ha sido satisfacer un exacerbado sentimiento de odio y de venganza. El muerto es de nacionalidad italiana.

La primera plana de los diarios reproduce el cuarto del hotel en el espantoso desorden que lo ha encontrado la policía. El respaldar de la silla apoyado sobre la tabla de una puerta; el ahorcado colgado en el aire por el cuello, y la sábana anudada en dos partes, amarrada al picaporte de la puerta. Es el crimen bárbaro que ansía la mentalidad de los lectores de dramones espeluznantes.

La policía tiende sus redes; se aguardan los informes de los dentistas, se confirman los prontuarios recientes de todos los inmigrantes, para descubrir quiénes son los ciudadanos de nacionalidad italiana que tienen dos dientes de oro en el maxilar superior izquierdo. Durante quince días todos los periódicos consignan la marcha de la investigación. Al mes, el recuerdo de este suceso se olvida; al cabo de nueve semanas son raros aquellos que detienen su atención en el recuerdo del crimen; un año después, el asunto pasa a los archivos de la policía. . . El asesino no es descubierto nunca.

Sin embargo, una persona pudo haber hecho encarcelar a Lauro Spronzini.


Era Diana Lucerna. Pero ella no lo hizo.

A las tres de la tarde del día que todos los diarios comentan su crimen, Lauro Spronzini experimenta una ligera comezón ardorosa en la muela. Una hora después, como si algún demonio accionara el mecanismo nervioso del diente, la comezón ardorosa acrecienta su temperatura. Se transforma en un clavo de fuego que atraviesa la mandíbula del hombre, eyaculando en su tuétano borbotones de fuego. Lauro experimenta la sensación de que le aproximan a la mejilla una plancha de hierro candente. Tiene que morderse los labios para no gritar; lentamente, en su mandíbula el clavo de fuego se enfría, le permite suspirar con alivio, pero súbitamente la sensación quemante se convierte en una espiga de hielo que le solidifica las encías y los nervios injertados en la pulpa del diente, al endurecerse bajo la acción del frío tremendo, aumentan de volumen. Parece como si bajo la presión de su crecimiento el hueso del maxilar pudiera estallar como un shrapnell[1]. Son dolores fulgurantes, por momentos relámpagos de fosforescencias pasan por sus ojos.



Lauro comprende que ya no puede continuar soportando este martilleo de hielo y fuego que alterna los tremendos mazazos en la mínima superficie de un diente escondido allá en el fondo de su boca. Es necesario visitar a un odontólogo.

Instintivamente, no sabe por qué razón, resuelve consultar a una mujer, a una dentista, en lugar de un profesional del sexo masculino. Busca en la guía del teléfono.



Una hora después Diana Lucerna se inclina sobre la boca abierta del enfermo y observa con el espejuelo la dentadura. Indudablemente, al paciente debe aquejarle una neuralgia, porque no descubre en los molares ninguna picadura. Sin embargo, de pronto, algo en el fondo de la boca le llama la atención. Allí, en la parte interna de la corona de un diente, ve reflejada en el espejuelo una veta de papel de oro, semejante al que usan los doradores. Con la pinza extrae el cuerpo extraño. La veta de oro cubría la grieta de una caries profunda. Diana Lucerna, inclinándose sobre la boca del enfermo, aprieta con la punta de la pinza en la grieta, y Lauro Spronzini se revuelve dolorido en el sillón. Diana Lucerna, mientras examina el diente del enfermo, piensa en qué extraño lugar estaba fijada esa veta de papel de oro.

  

Diana Lucerna, como otros dentistas, ha recibido ya una circular policial pidiéndole la dirección de aquellos enfermos a quienes hubiera orificado las partes superiores de la dentadura izquierda.

Diana se retira del enfermo con las manos en los bolsillos de su guardapolvo blanco, observa el pálido rostro de Lauro, y le dice:

-Hay un diente picado. Habrá que hacerle una orificación.

Lauro tiembla imperceptiblemente, pero tratando de fingir indiferencia, pregunta:

-¿Cuesta mucho platinarlo?

-No; la diferencia es muy poca.

Mientras Diana prepara el torno, habla:

-A causa del crimen del hombre del diente de oro, nadie querrá, durante unos cuantos meses, arreglarse con oro las dentaduras.

Lauro esfuerza una sonrisa. Diana lo espía por el espejo y observa que la frente del hombre está perlada de sudor. La dentista prosigue, mientras escoge unas mechas:

-Yo creo que ese crimen es una venganza... ¿Y usted?...

-Yo también. ¿Quién sino aquel que tuviera que cumplir con el deber de una venganza, podría amarrar a un hombre a una silla, amordazarlo, reprocharle, como dicen los diarios, vaya a saber qué tremendos agravios, y matarlo?... Un hombre no mata a otro por una bagatela ni mucho menos.

Media hora después Lauro Spronzini abandona el consultorio de la dentista. Ha dejado anotado en el libro de consultas su nombre y dirección. Diana Lucerna le dice:

-Véngase pasado mañana.
Lauro sale, y Diana se queda sola en su consultorio, frío de cristales y níqueles, mirando abstraída por los visillos de una ventana las techumbres de las casas de los alrededores. Luego, bruscamente inspirada, va y busca los diarios de la mañana. Los elementales datos de la filiación externa coinciden con ciertos aspectos físicos de su cliente. Los comentarios del crimen son análogos. Se trata de una venganza. Y el autor de aquella venganza debe ser él. Aquella veta de papel de oro, fijada en la grieta de un diente, revela que el asesino se cubrió los dientes con una película de oro para lanzar a la policía sobre una pista falsa. Si en este mismo momento se revisara la dentadura de todos los habitantes de la ciudad, no se encontraría en los dientes de ninguno de ellos ese sospechosísimo trozo de película. No le queda duda: él es el asesino; él es el asesino y ella debe denunciarlo. Debe...

Una congoja dulce se desenrosca sobre el corazón de Diana, con tal frenesí hambriento de protección y curiosidad, que derrota toda la fuerza estacionada en su voluntad moral.

Debe denunciar al asesino... Pero el asesino es un hombre que le gusta. Le gusta ahora con un deseo tan violentamente dirigido, que su corazón palpita con más violencia que si él tratara de asesinarla. Y se aprieta el pecho con las manos.

Diana se dirige rápidamente al libro de consultas y busca la dirección de Lauro. ¿Es o no falsa esa dirección? ¡Quiera Dios que no!... Diana se quita precipitadamente el guardapolvo, le indica a la criada que si llegan clientes les diga que la aguarden, y sube a un automóvil. Esto ocurre como a través de la cenicienta neblina de un sueño, y sin embargo, la ciudad está cubierta de sol hasta la altura de las cornisas.

Una impaciencia extraordinaria empuja a Diana a través de la vida diferenciada de los otros seres humanos. Sabe que va al encuentro de lo desconocido monstruoso; el automóvil entra en el sol de las bocacalles, y en la sombra de las fachadas; súbitamente se encuentra detenida frente a la entrada obscura de una casa de departamentos, sube a la garita iluminada de un ascensor de acero, una criada asoma la cabeza por una puerta gris entreabierta, y de pronto se encuentra... Está allí... Allí, de pie, frente al asesino que, en mangas de camisa, se ha puesto de pie tan bruscamente, que no ha tenido tiempo de borrar de la colcha azulenca de la cama la huella que ha dejado su cuerpo tendido. La criada cierra la puerta tras ellos. El hombre, despeinado, mira a la fina muchacha de pie frente a él.

Diana le examina el rostro con dureza, Lauro Spronzini comprende que ha sido descubierto; pero se siente infinitamente tranquilizado. Señala a la joven el mismo sillón en que él, la noche después de ahorcar a Doménico Salvato, se ha dejado caer, y Diana, respirando agitada, obedece.

Lauro la mira, y después, con voz dulce, le pregunta:

-¿Qué le pasa, señorita?

Ella se siente dominada por esta voz; se pone de pie para marcharse; pero no se atreve a decir lo que piensa. Lauro comprende que todo puede perderse: los desencajados ojos de la dentista revelan que al disolverse su excitación sobreviene la repulsión, y entonces dice:

-Yo soy quien mató a Doménico Salvato. Es un acto de justicia, señorita. Era el desalmado más extraordinario de quien he oído hablar. En Brindisi -yo soy italiano-, hace siete años, se llevó de la casa de mis padres a mi hermana mayor. Un año después la abandonó. Mi hermana vino a morir a casa completamente tuberculosa. Su agonía duró treinta días con sus noches. Y el único culpable de aquel tremendo desastre era él. Hay crímenes que no se deben dejar sin castigo. Yo lo desmayé de un golpe, lo amarré a la silla, lo amordacé para que no pudiera pedir auxilio, y luego le relaté durante una hora la agonía que soportó mi hermana por su culpa. Quise que supiera que era castigado porque la ley no castiga ciertos crímenes.


Diana lo escucha y responde:

-Supe que era usted por las partículas de oro que quedaron adheridas en la hendidura de la caries.

Lauro prosigue:

-Supe que él había huido a la Argentina, y vine a buscarlo.

-¿No lo encontrarán a usted?

-No; si usted no me denuncia.

Diana lo mira:

-Es espantoso lo que usted ha hecho.

Lauro la interrumpió, frío:

-La agonía de él ha durado una hora. La agonía de mi hermana se prolongó las veinticuatro horas de treinta días y treinta noches. La agonía de él ha sido incomparablemente dulce comparada con la que hizo sufrir a una pobre muchacha, cuyo único crimen fue creer en sus promesas.

Diana Lucerna comprende que el hombre tiene razón:

-¿No lo encontrarán a usted?

-Yo creo que no...

-¿Vendrá usted a curarse mañana?

-Sí, señorita; mañana iré.

Y cuando ella sale, Lauro sabe que no lo denunciará.



Fin



[1] Tipo de proyectil.

viernes, 6 de marzo de 2015

El álbum. Cuento de Antón Chéjov

EL ALBUM

Cuento completo de Anton Chéjov (1860 - 1904)


El consejero administrativo Craterov, delgado y seco como la flecha del Almirantazgo[1], avanzó algunos pasos y, dirigiéndose a Serlavis, le dijo:



   -Excelencia: Constantemente alentados y conmovidos hasta el fondo del corazón por vuestra gran autoridad y paternal solicitud...

      -Durante más de diez años - le sopló Zacoucine.

   -Durante más de diez años... ¡Hum!... en este día memorable, nosotros, vuestros subordinados, ofrecemos a su excelencia, como prueba de respeto y de profunda gratitud, este álbum con nuestros retratos, haciendo votos porque vuestra noble vida se prolongue muchos años y que por largo tiempo aún, hasta la hora de la muerte, nos honréis con...

     -Vuestras paternales enseñanzas en el camino de la verdad y del progreso-añadió Zacoucine, enjugándose las gotas de sudor que de pronto le habían invadido la frente-. Se veía que ardía en deseos de tomar la palabra para pronunciar el discurso que seguramente traía preparado.

      -Y que –concluyó-  vuestro estandarte siga flotando mucho tiempo aún en la carrera del genio, del trabajo y de la conciencia social.

        Por la mejilla izquierda de Serlavis, llena de arrugas, se deslizó una lágrima.

    -Señores -dijo con voz temblorosa- , no esperaba yo ésto, no podía imaginar que celebraseis mi modesto jubileo. Estoy emocionado, profundamente emocionado y conservaré el recuerdo de estos instantes hasta la muerte. Creedme, amigos míos, os aseguro que nadie os desea como yo tantas felicidades... Si alguna vez ha habido pequeñas dificultades... ha sido siempre en bien de todos vosotros...

      Serlavis, actual consejero de Estado, dio un abrazo a Craterov, consejero de estado administrativo, que no esperaba semejante honor y que palideció de satisfacción. Luego, con el rostro bañado en lágrimas como si le hubiesen arrebatado el precioso álbum en vez de ofrecérselo, hizo un gesto con la mano para indicar que la emoción le impedía hablar. Después, calmándose un poco, dijo unas cuantas palabras más muy afectuosas, estrechó a todos la mano y, en medio del entusiasmo y de sonoras aclamaciones, se instaló en su coche abrumado de bendiciones. Durante el trayecto sintió su pecho invadido de un júbilo desconocido hasta entonces y de nuevo se le saltaron las lágrimas.

         En su casa le esperaban nuevas satisfacciones. Su familia, sus amigos y conocidos, le hicieron tal ovación que hubo un momento en que creyó sinceramente haber efectuado grandes servicios a la patria y que hubiese sido una gran desgracia para ella que él no hubiese existido. Durante la comida del jubileo no cesaron los brindis, los discursos, los abrazos y las lágrimas. En fin, que Serlavis no esperaba que sus méritos fuesen premiados tan calurosamente.

        -Señores -dijo en el momento de los postres-, hace dos horas he sido indemnizado por todos los sufrimientos que esperan al hombre que se ha puesto al servicio, no ya de la forma ni de la letra, si se me permite expresarlo así, sino del deber. Durante toda mi carrera he sido siempre fiel al principio de que no es el público el que se ha hecho para nosotros, sino nosotros los que estamos hechos para él. Y hoy he recibido la más alta recompensa. Mis subordinados me han ofrecido este álbum que me ha llenado de emoción.

       Todos los rostros se inclinaron sobre el álbum para verlo.

       -¡Qué bonito es! -dijo Olga, la hija de Serlavis-. Estoy segura de que no cuesta menos de cincuenta rublos. ¡Oh, es magnífico! ¿Me lo das, papá? Tendré mucho cuidado con él... ¡Es tan bonito!

       Después de la comida, Olga se llevó el álbum a su habitación y lo guardó en su secreter. Al día siguiente arrancó los retratos de los funcionarios tirándolos al suelo y colocó en su lugar los de sus compañeras de pensión. Los uniformes cedieron el sitio a las esclavinas blancas. Kolia, el hijo pequeño de su excelencia, recortó los retratos de los funcionarios y pintó sus trajes de rojo. Colocó bigotes en los labios afeitados y barbas oscuras en los mentones imberbes. Cuando ya no tuvo nada más que colorear, recortó las siluetas de los funcionarios  y les atravesó los ojos con una aguja, para jugar con ellas a los soldados. Al consejero Craterov lo pegó de pie en una caja de cerillas y lo llevó colocado así al despacho de su padre.

        -Papá, mira un monumento.

       Serlavis se echó a reír, movió la cabeza y, enternecido, dio un sonoro beso en la mejilla a Kolia.


     -Anda, pilluelo, enséñaselo a mamá para que lo vea ella también.

Fin





            

    


           

            

           

          

           


        

     

       




[1] Almirantazgo. Edificio, del siglo XIX, de la Escuela de Almirantes Imperiales Rusos en San Petersburgo.  Caracterizado por tener en su cúspide una elevada flecha – mástil.

Narrativa breve recomendada



NARRATIVA BREVE RECOMENDADA

A modo de presentación del blog: Pequeños en dimensión, grandes en contenido y emoción: cuentos para ser disfrutados, comentados y compartidos.