LA PISTA DE LOS DIENTES DE ORO
Roberto Arlt. (B. As. 1900 – B. As 1942)
Lauro
Spronzini se detiene frente al espejo. Con los dedos de la mano izquierda
mantiene levantado el labio superior, dejando al descubierto dos dientes de oro.
Entonces ejecuta la acción extraña; introduce en la boca los dedos pulgar e
índice de la mano derecha, aprieta la superficie de los dientes metálicos y
retira una película de oro. Y su dentadura aparece nuevamente natural. Entre
sus dedos ha quedado la auténtica envoltura de los falsos dientes de oro.
Lauro
se deja caer en un sillón situado al costado de su cama y prensa maquinalmente
entre los dedos la película de oro, que utilizó para hacer que sus dientes
aparecieran como de ese metal.
Esto
ocurre a las once de la noche.
A
las once y cuarto, en otro paraje, el Hotel Planeta, Ernesto, el botones,
golpea con los nudillos de los dedos en el cuarto número 1, ocupado por
Doménico Salvato. Ernesto lleva un telegrama para el señor Doménico. Ernesto ha
visto entrar al señor Doménico en compañía de un hombre con los dientes de oro.
Ernesto abre la puerta y cae desmayado.
A
las once y media, un grupo de funcionarios y de curiosos se codean en el
pasillo del hotel, donde estallan los fogonazos de magnesio de los repórters
policiales. Frente a la puerta del cuarto número 1 está de guardia el agente
número 1539. El agente número 1539, con las manos apoyadas en el cinturón de su
corregie, abre la puerta respetuosamente cada vez que llega un alto
funcionario. En esta circunstancia todos los curiosos estiran el cuello; por la
rendija de la puerta se ve una silla suspendida en los aires, y más abajo de
los tramos de la silla cuelgan los pies de un hombre.
En
el interior del cuarto un fotógrafo policial registra con su máquina esta
escena: un hombre sentado en una silla, amarrado a ella por ligaduras blancas,
cuelga de los aires sostenido por el cuello de una sábana arrollada. El
ahorcado tiene una mordaza en torno de la boca. La cama del muerto está
deshecha. El asesino ha recogido de allí las sábanas con que ha sujetado a la
víctima.
Hugo
Ankerman, camarero de interior; Hermán González, portero, y Ernesto Loggi,
botones, coinciden en sus declaraciones. Doménico Salvato ha llegado dos veces
al hotel en compañía de un hombre con los dientes de oro y anteojos amarillos.
A
las doce y media de la noche los redactores de guardia en los periódicos
escriben titulares así:
El
enigma del bárbaro crimen del diente de oro
Son
las diez de la mañana.
El
asesino Lauro Spronzini, sentado en un sillón de mimbre de un café del
boulevard, lee los periódicos frente a su vaso de cerveza. Pero ni Hugo ni
Hermán ni Ernesto, podrían reconocer en este pálido rostro pensativo, sin
lentes, ni dientes de oro, al verdugo que ha ejecutado a Doménico Salvato. En
el fondo de la atmósfera luminosa que se filtra bajo el toldo de rayas
amarillas, Lauro Spronzini tiene la apariencia de un empleado de comercio en
vacaciones.
Lauro
Spronzini deja de leer los periódicos y sonríe, abstraído, mirando al vacío.
Una muchacha que pasa detiene los ojos en él. Nuestro asesino ha sonreído con
dulzura. Y es que piensa en los trances dificultosos por los que pasarán
numerosos ciudadanos en cuya boca hay engastados dos dientes de oro.
No
se equivoca.
A
esa misma hora, hombres de diferente condición social, pululaban por las
intrincadas galerías del Departamento de Policía, en busca de la oficina donde
testimoniar su inocencia. Lo hacen por su propia tranquilidad.
Un
barbudo de nariz de trompeta y calva brillante, sentado frente a una mesa
desteñida, cubierta de papelotes y melladuras de cortaplumas, recibe las
declaraciones de estos timoratos, cuyas primeras palabras son:
-Yo
he venido a declarar que a pesar de tener dos dientes de oro, no tengo nada que
ver con el crimen.
El
calvo recibe las declaraciones con indiferencia. Sabe que ninguno de los que se
presentan son los posibles autores del retorcido delito. Siguiendo la rutina de
las indagaciones elementales, pregunta y anota:
-Entre
nueve y once de la noche, ¿dónde se encontraba usted? ¿Quiénes son las personas
que le han visto en tal lugar?
Algunos
se avergüenzan de tener que declarar que a esas horas hacían acto de presencia
en lugares poco recomendables para personas de aspecto tan distinguido como el
que ellas presentaban.
En
las declaraciones se descubrían singularidades. Un ciudadano confirmó haber
frecuentado a esas horas un garito cuya existencia había escapado al control de
la policía. Demetrio Rubati de "profesión" ladrón, con dos dientes de
oro en el maxilar izquierdo, después de arduas cavilaciones, se presenta a
declarar que aquella noche ha cometido un robo en un establecimiento de telas.
Efectivamente tal robo fue registrado. Rubati inteligentemente comprende que es
preferible ser apresado como ladrón a caer bajo la acción de la ley por
sospechoso de un crimen que no ha cometido. Queda detenido.
También
se presenta una señora inmensamente gorda, con dos dientes de oro, para
declarar que ella no es autora del crimen. El barbudo interrogador se queda
mirándola, sorprendido. Nunca imaginó que la estupidez humana pudiera alcanzar
proporciones inusitadas.
Los
ciudadanos que tienen dientes de oro se sienten molestos en los lugares
públicos. Durante las primeras horas que siguen al día del crimen, todo aquél
que en un café, en una oficina, en el tranvía o en la calle, muestre al
conversar, dientes de oro, es observado con atenta curiosidad por todas las
personas que le rodean. Los hombres que tienen dientes de oro se sienten
sospechosos del crimen; les intranquiliza la soterrada {...}* de los que los
tratan. Son raros en esos días aquellos que por tener dos dientes de oro
engarzados en la boca, no se sientan culpables de algo.
En
tanto la policía trabaja. Se piden a todos los dentistas de la capital las
direcciones de las personas que han asistido de enfermedades de la dentadura
que exigían la completa ubicación de dos o más dientes en el orificio superior
izquierdo. Los diarios solicitan, también, la presentación a la policía de
aquellas personas que pudieran aclarar algo respecto a este crimen de
características tan singulares.
Las
hipótesis del crimen pueden reducirse en pocas palabras y son semejantes en
todos los periódicos.
Doménico
Salvato ha entrado en su cuarto en compañía del asesino. Ha conversado con
éste, no ha reñido, al menos en tono suficientemente alto como que para no se
lo pudiera escuchar. Después el desconocido ha descargado un puñetazo en la
mandíbula de Salvato, y éste ha caído desmayado, circunstancia que el asesino
aprovechó para sujetarlo a la silla con las cuerdas hechas desgarrando las
sábanas. Luego amordaza a su víctima. Cuando recobra el sentido, se ve obligada
a escuchar a su agresor, quien después de reprocharle no se sabe qué, ha
procedido a ahorcarlo. El móvil, no queda ninguna duda, ha sido satisfacer un
exacerbado sentimiento de odio y de venganza. El muerto es de nacionalidad
italiana.
La
primera plana de los diarios reproduce el cuarto del hotel en el espantoso
desorden que lo ha encontrado la policía. El respaldar de la silla apoyado
sobre la tabla de una puerta; el ahorcado colgado en el aire por el cuello, y
la sábana anudada en dos partes, amarrada al picaporte de la puerta. Es el
crimen bárbaro que ansía la mentalidad de los lectores de dramones
espeluznantes.
La
policía tiende sus redes; se aguardan los informes de los dentistas, se
confirman los prontuarios recientes de todos los inmigrantes, para descubrir
quiénes son los ciudadanos de nacionalidad italiana que tienen dos dientes de
oro en el maxilar superior izquierdo. Durante quince días todos los periódicos
consignan la marcha de la investigación. Al mes, el recuerdo de este suceso se
olvida; al cabo de nueve semanas son raros aquellos que detienen su atención en
el recuerdo del crimen; un año después, el asunto pasa a los archivos de la
policía. . . El asesino no es descubierto nunca.
Sin
embargo, una persona pudo haber hecho encarcelar a Lauro Spronzini.
Era
Diana Lucerna. Pero ella no lo hizo.
A
las tres de la tarde del día que todos los diarios comentan su crimen, Lauro
Spronzini experimenta una ligera comezón ardorosa en la muela. Una hora
después, como si algún demonio accionara el mecanismo nervioso del diente, la
comezón ardorosa acrecienta su temperatura. Se transforma en un clavo de fuego
que atraviesa la mandíbula del hombre, eyaculando en su tuétano borbotones de
fuego. Lauro experimenta la sensación de que le aproximan a la mejilla una
plancha de hierro candente. Tiene que morderse los labios para no gritar;
lentamente, en su mandíbula el clavo de fuego se enfría, le permite suspirar
con alivio, pero súbitamente la sensación quemante se convierte en una espiga
de hielo que le solidifica las encías y los nervios injertados en la pulpa del
diente, al endurecerse bajo la acción del frío tremendo, aumentan de volumen.
Parece como si bajo la presión de su crecimiento el hueso del maxilar pudiera
estallar como un shrapnell[1].
Son dolores fulgurantes, por momentos relámpagos de fosforescencias pasan por
sus ojos.
Lauro
comprende que ya no puede continuar soportando este martilleo de hielo y fuego
que alterna los tremendos mazazos en la mínima superficie de un diente
escondido allá en el fondo de su boca. Es necesario visitar a un odontólogo.
Instintivamente,
no sabe por qué razón, resuelve consultar a una mujer, a una dentista, en lugar
de un profesional del sexo masculino. Busca en la guía del teléfono.
Una
hora después Diana Lucerna se inclina sobre la boca abierta del enfermo y
observa con el espejuelo la dentadura. Indudablemente, al paciente debe aquejarle
una neuralgia, porque no descubre en los molares ninguna picadura. Sin embargo,
de pronto, algo en el fondo de la boca le llama la atención. Allí, en la parte
interna de la corona de un diente, ve reflejada en el espejuelo una veta de
papel de oro, semejante al que usan los doradores. Con la pinza extrae el
cuerpo extraño. La veta de oro cubría la grieta de una caries profunda. Diana
Lucerna, inclinándose sobre la boca del enfermo, aprieta con la punta de la
pinza en la grieta, y Lauro Spronzini se revuelve dolorido en el sillón. Diana
Lucerna, mientras examina el diente del enfermo, piensa en qué extraño lugar
estaba fijada esa veta de papel de oro.
Diana
Lucerna, como otros dentistas, ha recibido ya una circular policial pidiéndole
la dirección de aquellos enfermos a quienes hubiera orificado las partes
superiores de la dentadura izquierda.
Diana
se retira del enfermo con las manos en los bolsillos de su guardapolvo blanco,
observa el pálido rostro de Lauro, y le dice:
-Hay
un diente picado. Habrá que hacerle una orificación.
Lauro
tiembla imperceptiblemente, pero tratando de fingir indiferencia, pregunta:
-¿Cuesta
mucho platinarlo?
-No;
la diferencia es muy poca.
Mientras
Diana prepara el torno, habla:
-A
causa del crimen del hombre del diente de oro, nadie querrá, durante unos
cuantos meses, arreglarse con oro las dentaduras.
Lauro
esfuerza una sonrisa. Diana lo espía por el espejo y observa que la frente del
hombre está perlada de sudor. La dentista prosigue, mientras escoge unas mechas:
-Yo
creo que ese crimen es una venganza... ¿Y usted?...
-Yo
también. ¿Quién sino aquel que tuviera que cumplir con el deber de una
venganza, podría amarrar a un hombre a una silla, amordazarlo, reprocharle,
como dicen los diarios, vaya a saber qué tremendos agravios, y matarlo?... Un
hombre no mata a otro por una bagatela ni mucho menos.
Media
hora después Lauro Spronzini abandona el consultorio de la dentista. Ha dejado
anotado en el libro de consultas su nombre y dirección. Diana Lucerna le dice:
-Véngase
pasado mañana.
Lauro
sale, y Diana se queda sola en su consultorio, frío de cristales y níqueles,
mirando abstraída por los visillos de una ventana las techumbres de las casas
de los alrededores. Luego, bruscamente inspirada, va y busca los diarios de la
mañana. Los elementales datos de la filiación externa coinciden con ciertos
aspectos físicos de su cliente. Los comentarios del crimen son análogos. Se
trata de una venganza. Y el autor de aquella venganza debe ser él. Aquella veta
de papel de oro, fijada en la grieta de un diente, revela que el asesino se
cubrió los dientes con una película de oro para lanzar a la policía sobre una
pista falsa. Si en este mismo momento se revisara la dentadura de todos los
habitantes de la ciudad, no se encontraría en los dientes de ninguno de ellos
ese sospechosísimo trozo de película. No le queda duda: él es el asesino; él es
el asesino y ella debe denunciarlo. Debe...
Una
congoja dulce se desenrosca sobre el corazón de Diana, con tal frenesí
hambriento de protección y curiosidad, que derrota toda la fuerza estacionada
en su voluntad moral.
Debe
denunciar al asesino... Pero el asesino es un hombre que le gusta. Le gusta
ahora con un deseo tan violentamente dirigido, que su corazón palpita con más
violencia que si él tratara de asesinarla. Y se aprieta el pecho con las manos.
Diana
se dirige rápidamente al libro de consultas y busca la dirección de Lauro. ¿Es
o no falsa esa dirección? ¡Quiera Dios que no!... Diana se quita
precipitadamente el guardapolvo, le indica a la criada que si llegan clientes
les diga que la aguarden, y sube a un automóvil. Esto ocurre como a través de
la cenicienta neblina de un sueño, y sin embargo, la ciudad está cubierta de
sol hasta la altura de las cornisas.
Una
impaciencia extraordinaria empuja a Diana a través de la vida diferenciada de
los otros seres humanos. Sabe que va al encuentro de lo desconocido monstruoso;
el automóvil entra en el sol de las bocacalles, y en la sombra de las fachadas;
súbitamente se encuentra detenida frente a la entrada obscura de una casa de
departamentos, sube a la garita iluminada de un ascensor de acero, una criada
asoma la cabeza por una puerta gris entreabierta, y de pronto se encuentra...
Está allí... Allí, de pie, frente al asesino que, en mangas de camisa, se ha
puesto de pie tan bruscamente, que no ha tenido tiempo de borrar de la colcha
azulenca de la cama la huella que ha dejado su cuerpo tendido. La criada cierra
la puerta tras ellos. El hombre, despeinado, mira a la fina muchacha de pie
frente a él.
Diana
le examina el rostro con dureza, Lauro Spronzini comprende que ha sido
descubierto; pero se siente infinitamente tranquilizado. Señala a la joven el
mismo sillón en que él, la noche después de ahorcar a Doménico Salvato, se ha
dejado caer, y Diana, respirando agitada, obedece.
Lauro
la mira, y después, con voz dulce, le pregunta:
-¿Qué
le pasa, señorita?
Ella
se siente dominada por esta voz; se pone de pie para marcharse; pero no se
atreve a decir lo que piensa. Lauro comprende que todo puede perderse: los
desencajados ojos de la dentista revelan que al disolverse su excitación
sobreviene la repulsión, y entonces dice:
-Yo
soy quien mató a Doménico Salvato. Es un acto de justicia, señorita. Era el
desalmado más extraordinario de quien he oído hablar. En Brindisi -yo soy
italiano-, hace siete años, se llevó de la casa de mis padres a mi hermana
mayor. Un año después la abandonó. Mi hermana vino a morir a casa completamente
tuberculosa. Su agonía duró treinta días con sus noches. Y el único culpable de
aquel tremendo desastre era él. Hay crímenes que no se deben dejar sin castigo.
Yo lo desmayé de un golpe, lo amarré a la silla, lo amordacé para que no
pudiera pedir auxilio, y luego le relaté durante una hora la agonía que soportó
mi hermana por su culpa. Quise que supiera que era castigado porque la ley no
castiga ciertos crímenes.
Diana
lo escucha y responde:
-Supe
que era usted por las partículas de oro que quedaron adheridas en la hendidura
de la caries.
Lauro
prosigue:
-Supe
que él había huido a la Argentina, y vine a buscarlo.
-¿No
lo encontrarán a usted?
-No;
si usted no me denuncia.
Diana
lo mira:
-Es
espantoso lo que usted ha hecho.
Lauro
la interrumpió, frío:
-La
agonía de él ha durado una hora. La agonía de mi hermana se prolongó las
veinticuatro horas de treinta días y treinta noches. La agonía de él ha sido
incomparablemente dulce comparada con la que hizo sufrir a una pobre muchacha,
cuyo único crimen fue creer en sus promesas.
Diana
Lucerna comprende que el hombre tiene razón:
-¿No
lo encontrarán a usted?
-Yo
creo que no...
-¿Vendrá
usted a curarse mañana?
-Sí,
señorita; mañana iré.
Y
cuando ella sale, Lauro sabe que no lo denunciará.
Fin
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